viernes, 28 de agosto de 2009

A roda de afilar


Cuando se desconocen los entresijos de la comunicación, que en este caso llamamos BLOG, no sabe uno si extenderse demasiado no resultará molesto a los visitantes de este medio. Si es así, ruego encarecidamente a Vs.Ms., hagan saber su opinión a este ferreiro. Dicho lo dicho paso al tema de hoy.

Titulé cainzo porque no acabo de encontrar el nombre apropiado para estas comunicaciones. Hace unos días las denominé tendedeiro porque este simple e higiénico modo de secar la ropa, parecía apropiado para “colgar”
comentarios. Pero como puede ser mal interpretado es posible haya quien se le ocurra “colgar” trapos sucios o sin lavar. Sin embargo, cainzo es esa parte de la cocía de lareira donde se ponía a ahumar el embutido, la carne del salazón, castañas o cualquier otro producto que necesitase un proceso de curado mediante humo. Lógicamente se pueden buscar cualquier concomitancia con los “chorizos”, pero sí es así, cuelguen también a éstos en el cainzo para que se curen.

Si se me ocurre algo mejor los mantendré informados.

EL CAMÍN DE SANT YAGO Y A RODA DE AFILAR

Este apelativo, como es sabido de todos es el que acabó derivando de Ya´koov, así que éste puede alardear de nombres puesto que Jacobo, Santiago, Jaime y Diego son lo mismo. Pero el camín también es conocido como Vía Láctea, porque parece ser que la diosa Juno era una buena matrona y al amamantar a Hércules, caían de sus senos gotas de leche, que la criatura no daba tragado, y
de ahí que quedó la vía ligeramente salpicada; sobretodo de imperceptibles luceros que nos llevan hacia Santiago, si allí nos dirigimos; y sino, al mismo lugar si andamos en sentido contrario. O sea, la relatividad de todo aquello que nos rodea.
Lo cierto es que pretendía ir a ver el fetiche de cierto apóstol, tras a roda de afilar. Pero ¿Qué é a roda? Vean pues, aunque se haga un poco largo, porque lo acompañamos del oficio de zurrulleiro. Cuando haga el viaje a Santiago les contaré la experiencia.



Hace como unos doce años, me donó el afilador de la plaza del Fontán, de Oviedo, Dn. Faustino Lastra Vior, una rueda de afilador, cuyo estado de conservación era bastante deplorable. Tanto es así que sólo se pudo aprovechar la rueda motriz y el yunque de la misma, por ser inservible todo lo demás. Su deterioro no permitía recuperar el chasis o armazón de la misma y se optó por la construcción integral de uno nuevo: en madera de castaño y respetando las medidas y formas de la primitiva. Esta restauración fue ejecutada por Arturo Iglesias Martínez, que dio a esta pieza un meticuloso acabado; en el cual yo participé aconsejando el empleo de betún de Judea para la pátina final de la pintura azul, y algunos matices sobre la fabricación de las muelas abrasivas, rebolos. También participé en que se añadiera a esta roda de afilar otros útiles que en la vieja no existían, tales como una pequeña mordaza y el corno o cañuto de la piedra de afilar o asentar con agua. Se puede considerar que el trabajo de Arturo, como siempre, fue impecable.

El día 16 y 17 de enero del 2008, se celebró en Fonsagrada, Lugo, la fiesta de exaltación del botelo. Con ese motivo creí oportuno presentar en esa localidad la recuperación de este oficio. No lo
consideraremos como el rescate de una profesión perdida hace años, pero sí al menos como ese testimonial arte de afilar, que muchos recuerdan aun. Nos desplazamos al lugar Dn. Mario Sánchez Ogando, como cerralleiro (zurrulleiro) , yo ejercí personalmente de afilador y Dn Luís Otero Castaño, como colaborador. –Más tarde hablaremos del oficio del cerralleiro, del cual hubo que hacer la herramienta-

Mis conocimientos en el afilado de herramientas son elementales. Es el producto o la experiencia de aquel que desarrolló su labor en un taller, pero que no usó nunca un artilugio de afilar como la roda, a la que nos referimos aquí. Por lo tanto, no debe ser considerado el trabajo como el de un profesional experto en ese arte. Tampoco se trataba de acercar éste a Galicia, como entendido; sino que fuera presentado ese oficio, que a partir de ahora, también forma parte de los que poco a poco se fueron recuperando para el Museo de Grandas. Había además otra cuestión fundamental, o de carácter histórico: los afiladores procedían de Orense, por lo tanto el documento gráfico juzgué oportuno hacerlo en a Fonsagrada, porque la arquitectura de sus construcciones tiene las características gallegas: Casas con galerías, y un indispe
nsable cruceiro, ante el cual, se realizó otra de las instantáneas fotográficas.

Se debe añadir a lo expuesto que la actividad fue acorde con la “,XI Feria de Exaltación do Butelo de a Comarca da Fonsagrada” por la gran afluencia de público; dando a conocer a una parte de éste, unos oficios del pasado, como se dijo más atrás.

No faltó quien puso su navaja a disposición del inexperto afilador y tampoco faltaron cuchillos y tijeras; que sin ánimo de alardear, fueron tratados los útiles con delicadeza sobre la abrasiva piedra. Además, el servicio era ejecutado sin pretensión de lucro; por lo tanto los clientes prescindían de la queja; así que no puedo garantizar su grado de satisfacción. Lo que sí es cierto, que para mí resulta gratificante el hecho de haber recuperado otro oficio. Rescate parcial, pues sólo la parte física de la profesión, es el mudo testigo, de aquellos personajes, que con sus zuecos y su chifrote o chifra (silbato), recorrieron la geografía española y casi toda América, tras la tarazana o roda de afilar.



Todo aquello que recaló en el Museo, lleva tras de sí una historia; un recuerdo que yo achaco al animismo de los objetos; esos poderes de la Naturaleza, que pasan al útil a través de aquellos que los manipularon o usaron, para ganarse el diario sustento. Es difícil expresar cómo algo inanimado puede transmitir ningún tipo de mensaje, pues resulta más fácil pensar que es pura divagación, que no atribuirle interacción con uno mismo. Sea una u otra cosa, suelo entrar en
contacto con los objetos. No por ese contacto material y tangible, sino el expresado; o el que se manifiesta entre el hombre y la pieza, que dialoga con el mismo. Dicho así, puede parecer que sólo un soliloquio es posible, pero como se verá, algo surge para que sin querer, retorne uno a la niñez y se nos muestre, en este caso, hechos casi olvidados. Por lo tanto se hace necesario retroceder en el tiempo para encontrar sentido a lo aquí expuesto.

Hace ya casi sesenta años pasaban por Grandas de Salime, algunos afiladores con su tarazana, -según el barallete o jerga del afilador- hacia tierras más prósperas de Asturias. Esto no quiere decir que en mi pueblo no desarrollaran su trabajo, porque es precisamente éste, el que da pie a esta crónica. Recuerdo, aunque vagamente, su indumentaria. Uno vestía chaqueta de pana, con
remontas de tela casi negra en los codos, bocamanga y pechera. Es de suponer que fuera una vieja chaqueta, puesto que aquellas piezas superpuestas cubrirían la tela ya raída. Los pantalones, del mismo género, portaban tantos y tan grandes remiendos, que hacían dudar de la naturaleza del tejido primitivo. Creo intuir un viejo chaleco remendado con multicolores cuadros de telas y unas tiras de mahón azul, que remataba a todo lo largo las bocas de los cuatro bolsillos. Es posible que lo que defino como mahón, fuera esa tela de algodón llamada dril, que hasta hace poco se utilizaba como forros de chaquetas y chalecos y su color era azulado. Son las dudas propias de unos tiempos, en que estas indumentarias, con su particular collage, las portábamos niños y adultos; de la cual no era para sentirse orgullosos. Por lo tanto aquí se mezclan de forma abstracta o imprecisa aspectos, que eran propios del actor de aquella “idílica” vida campesina, que ni siquiera permitía comer y vestir dignamente. Debe resaltarse en este recuerdo del pasado, la pulcritud del ropaje de aquel afilador; y sus zuecos, con empeña de cuero, que se veía no fuera aprovechada de unos viejos zapatos, como solía acontecer; pues en éstos –creo recordar- una piel muy perfecta.

Vieja remembranza, de viejo y viejo tiempo el ya pasado. Aunque sólo sea como un cálido homenaje, a aquellos esforzados hombres que antaño, tras a roda, caminaban y empujaban lo que era, con seguridad, el sustento de su familia en aquel lejano Orense.

Con el tiempo se vuelve evanescente el individuo. Su parte física se esfuma; sin embargo, aquello a lo que daba vida o utilizaba, sigue ahí, dándonos noticia de él; bien por el animismo citado o que nos aferramos a fútiles recuerdos. También es posible que por el oficio de mi padre, aunque el oficio de ferreiro no tuviera afinidad con el de afilador, sí había esa analogía que despertaba en mí la admiración por aquel arte y aquella rueda que movía un pequeño esmeril, en el que sacaba el filo a los cuchillos.

Ahí quedó en el recuerdo, para que trascurridos más de medio siglo, emulara con cierta satisfacción aquel personaje peculiar que con su chifra, cual flautista de Hamelín, reunía a todos los niños, del barrio del Ferreiro, en torno a su roda.

“EL ZURRULLEIRO HOJALATERO O CERRALLEIRO”

Aunque el oficio de hojalatero y el de cerralleiro están claramente diferenciados, no era así en esta zona de Asturias. El hojalatero o follateiro, como lo llaman en Galicia, era aquel que fabricaba todo tipo de moldes, con hojalata estañada para repostería y empanadas; candiles, faroles, linternas: tanto para velas, como para candiles de esquisto, que se le llama aquí gas o petróleo queroseno.

Todos estos útiles de uso doméstico y para alumbrado fueron desapareciendo sustituidos por acero inoxidable, cobre y medios de iluminación modernos. Por lo tanto aquellos hojalateros alternaban, (como el afilador su trabajo con el arreglo de paraguas) la reparación de batería de cocina, que era propio de los cerralleiros o zurrulleiros. Y he aquí lo que daba lugar a confundirlos.


En el Museo de Grandas, no había sido posible dar con herramientas propias de este oficio, y por lo tanto, no figuraba entre sus fondos aquel caxón (cajón) que en su interior acogía los útiles de este ancestral oficio. Fue realmente infructuoso buscar en la zona de influencia de ese centro. Era posible que en Galicia se hubiera recuperado; pero los años pasaron y el tema iba quedando relegado, por otras cuestiones museísticas o de cualquier índole. Es precisamente el oficio de afilador el que nos conduce hacia éste tan propio de las tierras orensanas de Negueira de Ramoin.

Si algo distingue al citado Museo, es el hecho de contar con un buen taller de restauración. En él, tanto Arturo Iglesias como yo, podemos recrear o recuperar oficios, partiendo de nuestros conocimientos y la información escrita. No de forma ficticia, sino dándole el carácter de aquellas herramientas que deben prestar un servicio. Lógicamente, recurrimos a medios actuales, que no por eso desvirtúan la función del utensilio. Y es de suponer que si un carpintero, o un herrero, dispusiera de máquinas apropiadas, no malgastaría su energía y habilidad en fabricar algo de forma tan artesanal, que mermara su rendimiento personal. Lo que no quiere decir que se altere la naturaleza del instrumento. Creo que esto es fácilmente entendible; por lo tanto, es ocioso entrar en estas disquisiciones, que no conducen a demostrar sí antropológicamente, el criterio es el adecuado. Tampoco se dice esto por jactancia; pero bien es cierto, que por muchos tratados de etnología que consultemos, no nos vamos a encontrar con el consejo, que nos resuelva la duda. De todas maneras, así se hizo y así se expone.

Prosigamos, sin más, con el oficio de cerralleiro.

El caxón excede un poco de las medidas, pero como éste permanecerá estático en el Museo, no es
una imperfección. El conjunto de herramientas van desde la estaca que clavada en el suelo sirve de base o soporte de as cabezas. Éstas son la plana, de uña para repulgo, media curva y vocacha. La bigornia de cornos, que era propia de hojalatero, la llevaban algunos cerrallerios para elaborar candiles y otros elementos propios de este oficio. Además también figuran tijeras para la chapa, tenacilla corta alambres; furadores o punzones de distintas medidas; claveiras para fabricar remaches; cinceles, martillos, estañadores. Podía ser que una lámpara de gasolina formara parte del herramental; aunque no era de uso común, pues el estañador lo calentaban en un improvisado fuego, al lado del lugar de trabajo. En la parte de atrás del caxón unas láminas metálicas sirven de sujeción a la hojalata que el cerralleiro lleva para reparar los utensilios de cocina. A los lados del mismo van sujetos alambres de distintas medidas, y un frasco con agua fuerte o salfuman, como vulgarmente se le llama al ácido clorhídrico; que es usado como desoxidante en la soldadura blanda, o de estaño; en la que participa también la piedra de sal amoniaco, para limpiar en caliente, la boca del estañador. Esta piedra y el ácido, se colocaban fuera del caxón, por su alto poder corrosivo, que afectaba a las herramientas. En el interior, que solía estar dividido en dos compartimentos, colocaba el artesano su atuendo o ropa limpia para asearse después de su trabajo. Por regla general los cerralleiros paraban en casas “de confianza”. Éstas sólo acogían a los profesionales que fueran aseados, pues de lo contrario, el pajar o un pesebre en la cuadra, sustituían al blanco lecho con sábanas. Lógicamente pagaban el alojamiento arreglando aquellos utensilios domésticos, o cualquier apero, como la máquina de sulfatar patatas o viñas; la alquitara para destilación de orujo, paraguas, o cualquier agujero que el ama tuviera a bien obturar de forma provisional, en ausencia de su zurralleiro cónyuge.

En este oficio muchos no llegaban a ser nunca diestros. He aquí esa famosa frase de cuando alguien no ejecuta con arte su labor se le llama un mal cerrallleiro. Estos aficionados o torpes profesionales daban lugar a otro dicho popular que decía: “tapa masa mientras el cerralleiro pasa”. Porque recurrían a la masa de harina de centeno, para subsanar los defectos de estanqueidad en los recipientes reparados.

La reparación de calderos, potas, jarras, cafeteras u otros útiles no era nada fácil; por lo tanto exigía pericia su arreglo. Las potas u ollas de acero esmaltado, -mal llamadas de porcelana- solían romperse por el fondo. Primero con pequeños agujeros, que se taponaban con un trapito de lienzo enrollado colocado desde fuera hacia el interior. Esta era una solución provisional; pues aunque esta pequeña mecha no se quemaba por el efecto de la humedad que percibía del interior, no era duradera, porque se movía al limpiar el recipiente. Si pasaba el oficial cerralleiro, reparaba el agujero con un remache, que sujetaba una chapita circular en el interior y otra opuesta exteriormente. Pero cuando se acumulaban en el fondo tantos parches o “tacoes” (remiendos), había que colocarle un nuevo fondo. A esto se le llamaba ponerle un cu novo; pues en el gallego occidental de Asturias, se entiende por cu también, el fondo de cualquier recipiente.

Para esto se recortaba en todo el perímetro del embase el fondo viejo. A continuación se le hacía un pequeño reborde al cilindro hacia el exterior de unos 3 mm. Se recortaba un círculo de hojalata mayor que el total del hueco y su pestaña y se doblaba éste sobre la misma. Hecho ese primer pliegue se doblaban ambos sobre sí mismos, quedando el conjunto con un ligero resalte sobre la pota. Sí la unión de las dos parte era perfecta la estanqueidad también lo era. Esta unión se hacía con la cabeza de uña para repulgo, que era la operación descrita de plegar las chapas sobre sí mismas.

Hoy puede parecer falto de interés este relato. Es más: una sociedad de consumo, o digamos, de despilfarro, no sólo no le encontrará sentido, sino que es posible le parezca increíble.

Puede achacarse, sin lugar a dudas, a un periodo de posguerra pero lo que sí es cierto, que este peculiar aprovechamiento de los recipientes, abarcaba por igual las casas acomodadas que a las más humildes.


En el Museo de Grandas, contamos con varias piezas de esta índole. Una cafetera de hierro esmaltada roja, que aun conserva las mechas de trapo, y su fondo esta compuesto por un trozo de chapa de hierro esmaltado, que anteriormente formara parte de un plato blanco. Otra pequeña pota (cacerola) del mismo material le fue sustituido el cu o fondo, tantas veces, que se halla éste a la altura de las asas. Cacerolas u ollas de mayor tamaño, se les llama aquí porcelanas. Una de ellas tiene un fondo de hojalata, colocado de forma perfecta. Pero deseo dar a conocer una práctica de reparación muy común: cuando una porcelana precisaba ese indispensable fondo, recurría el
cerralleiro, a sustituirlo por la tapa, en un artístico y difícil transplante. A continuación fabricaba una nueva tapa de hojalata y ahí tenemos una nueva olla. Que como decía cierto niño:”tengo pantalones nuevos, hechos de unos viejos de papá”. De todas maneras, es mejor hoy el menaje de cocina que antaño; aunque sí se puede dudar de los ingredientes.

Como se dijo antes, el recuerdo ya lejano de aquellos tiempos me presenta esas imágenes retrospectivas, que a veces nuestra imaginación, es posible vea de forma poco precisa. Pero sea así o no, y aunque la remembranza se desvanezca levemente en la memoria, siempre queda aquello que vemos como real.

Decimos que había cerralleiros que destacaban por su particular pulcritud en el vestir y en el aseo. Uno de estos es el que tubo a bien hacer la demostración de este oficio en la citada feria de a Fonsagrada y otro el que era conocido como el Sr. Aurelio; del cual desconozco los apellidos. Este hombre de baja estatura y cuerpo rechoncho, era de carácter afable. Sus formas eran educadas y se expresaba quedamente. Vestía chaqueta, pantalón y chaleco de pana lisa negra; su camisa, creo recordar, era blanca y junto con los zuecos de suela de madera, son los rasgos más característicos en los recuerdos de cuando niño. Se hacía acompañar por un burro casi negro, que era el que portaba sus pertrechos en un par de caxones: uno a cada lado de la albarda de su cuidado rucio. Desempeñaba su oficio de cerralleiro y hojalatero con maestría. O así debía de ser, porque mi madre, decía que había que esperar a que pasase el Sr. Aurelio, para darle el pote o el cazo a arreglar; mientras tanto se recurría a las improvisadas mechas. Tenía gran amistad con mi padre, con el que pasaba largos y tendidos ratos de conversación, después de herrado el jumento.


Trascurridos muchos años de haber dejado de aparecer por el pueblo, algunas personas citaban a este artesano, porque había dejado un buen recuerdo; esto demuestra en realidad, que fue apreciado y un buen profesional.

He aquí el homenaje o cortesía que se le hace a dos oficios de tiempos pretéritos.

Por último dar las gracias a Dn. Luís Otero castaño y Dn. Mario Sánchez Ogando, por su colaboración en tan importante presentación.

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