sábado, 3 de noviembre de 2012

"La pucha autodidacta"

Publicado en La Nueva España, el 1 de junio de 2002


Pucha se le llama en el Occidente de Asturias a la boina, gorra o txapela

Hace unos años, a un estudiante (creo que de Filología Hispánica) cuando se licenció, no le dejaron alguno de sus compañeros aparecer con boina en la orla de fin de carrera. 

No se sabe muy bien por qué, la pucha o boina, ocasiona un rechazo por parte de algunas personas. Soy nieto e hijo de ferreiros. Mi abuelo usaba pucha, mi padre también y yo me sentía muy orgulloso de ver aquel fornido ferreiro con su impecable camisa blanca y su boina –siempre bien cuidada-. 

De niño, de 8 o 10 años, alguien me regaló una pequeña pucha, que yo lucía porque con ella emulaba a mi padre y a los paisanos mayores. Después, de joven, deje de usarla para dejar ver mi ondulado pelo, que mostraba para conquistar alguna chica bonita cuán pavo real; coincidiendo con aquella época de los Beatles. Aunque mi melena no era tan larga, sí tenía en mi cogote y nuca unos ensortijados bucles. Pasó la loca juventud y volví a mi boina o pucha, tanto por motivos de trabajo como por preferencia hacia esa prenda de cabeza.

Mis puchas las compro en la sombrerería Alviñana, de Oviedo, pero hace unos meses, mi amigo Ceferino Trabadelo, a su paso por San Sebastián adquirió una. Tiene ésta 57 cm de aro o correa, lo que equivale al perímetro exterior de mi cabeza. El volumen craneano no se deduce por la medida exterior, por lo tanto mi “capacidad intelectual”, solo se puede averiguar juzgando mis acciones y mis obras. 

Suelo usar con preferencia boinas o puchas de 12 o 13 pulgadas de diámetro exterior, y trato de que no se les caiga el remate o penacho que tiene en el centro, porque una “pucha capada”, es casi como una indignidad para un caballero cubierto.

Mi pucha me priva del frío y, a veces, entablo un coloquio con ella. Es vasca, por lo tanto, tiene orgullo y nobleza. Y naturalmente, “nobleza obliga”. Me da buenos consejos y evita que me comporte como un zafio gañán o me exprese en el vulgar y ofensivo lenguaje del marinero encargado de la sentina de su barco.

Quiero a mi apreciada pucha. Sin ella me siento incómodo, y suelo tocármela cuando saludo a una dama. Me descubro para sentarme en la mesa, para dormir y cuando entro en aquellos lugares que juzgo oportuno permanecer descubierto. Poco más puedo contar de mi amiga que no necesita presentación porque la ven en este periódico con bastante asiduidad. 

En ese coloquio que dije antes mantengo con mi pucha, ésta me hizo un comentario que creo les gustará a ustedes. Voy a contarles de dónde proviene mi afición a la escritura. 

Parece ser que Vulcano enseñó al hombre a trabajar el hierro, a doblegar su orgullosa rigidez mediante el fuego y la forja. Por medio de ese Dios, y por herencia genética, yo aprendí algo de ese arte. Mi niñez transcurrió en la fragua de mi padre, y en la carpintería de mi tío. En esos dos lugares escuchaba a aquellos nobles parroquianos e iba aprendiendo de sus costumbres. La formación “académica” era aquella que se aprendía en la escuela “nacional”, alternada con fragua, ganadería y agricultura.

Desde la adolescencia comencé a leer novelas de Oeste y de las del corazón. Tuve la suerte de contar con amigos más eruditos que yo, a los cuales tomaba como modelo. Uno de ellos era el Sr. Jesús María Álvarez Linera Martínez. Éste, me aconsejó otro tipo de lectura y gracias a él mis preferencias literarias cambiaron. Desde entonces, y más de 50 años, leo algo y asimilo lo que puedo. Trato de escribir expresando mis ideas libremente y jamás plagio textos de mis autores preferidos. Tengo pequeñas nociones de lo que es sujeto, verbo, predicado, sintaxis, prosodia y a veces sé distinguir entre aféresis, síncopa y apócope. Cuando formo una frase, si una palabra no me gusta, recurro al Diccionario de La Real Academia de la Lengua Española, y la sustituyo por la que considero más correcta. Por ejemplo, pongámonos en el caso, que alguien insulte a mi pucha, boina, gorra, txapela; hago un análisis del escrito y me pregunto: ¿merece la pena contestar a este sujeto? –si no me gusta sujeto, puedo poner: individuo, fulano, zascandil, botarate, tarambana, títere, enredador, chisgarabís, mequetrefe, presuntuoso, estúpido, afectado, mediocre, lerdo, ido, babieca, memo, necio, insolente, maldiciente, hipócrita, murmurador, deslenguado- y si descubro que puedo recurrir a cualquier calificativo, y alguno más, le digo a mi autodidacta pucha:

-Querida, no vamos a contestar porque el Diccionario nos ayuda pero no nos eleva. Además, contra los resentidos sociales, los que tiene complejos y doble personalidad, no sirve luchar. Bastante desgracia tienen con sus taras y sus irrefrenables odios provocados por esa visceral envidia que los corroe. Lo que natura non da, Salamanca non dona.

Haxa salú. Yo escribo, ustedes me leen, luego existo

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